sexta-feira, 12 de julho de 2013

Antonin Artaud. Carta a Jacques Riviere

6 de junio de 1924
Estimado señor:
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Mi vida mental se halla íntegramente atravesada por mez­quinas dudas y certidumbres perentorias que se expresan en palabras lucidas y coherentes. Y mis debilidades tienen una con­textura mas temblorosa; hasta son larvarias y están mal formula­das. Poseen raíces vivas, raíces de angustia que tocan el corazón de la vida; pero no poseen el desconcierto de la vida, ni se siente en ellas el aliento cósmico de un alma conmovida en sus bases. Son de un espíritu que no debe de haber pensado en su debilidad; si no, la traduciría con palabras densas y diligentes. Tal es, señor, todo el problema: tener en uno la realidad insepa­rable y la claridad material de un sentimiento; tenerlo hasta el extremo de no poder dejar de expresarse. Tener una riqueza de palabras, de giros aprendidos y que podrían entrar en danza, servir para el juego, y que, en el momento en que el alma se apresta a organizar su riqueza, sus descubrimientos, esa revela­ción, en el inconsciente minuto en que el asunto está a punto de salir a luz, una voluntad superior y maligna ataca al alma como un vitriolo, ataca a la masa palabra-e-imagen, ataca a la masa del sentimiento, y me deja jadeando como a las puertas mismas de la vida.
Y ahora suponga usted que siento físicamente el paso de esa voluntad, que me sacude con una electricidad imprevista y súbita, con una repetida electricidad. Suponga que cada uno de mis instantes pensados sea en ciertos días sacudido por tales profundos tornados y que nada afuera traiciona. Y dígame si una obra literaria cualquiera es compatible con semejantes esta­dos. ¿Qué cerebro lo resistiría? ¿Qué personalidad dejaría de disolverse en ella? Yo, si tan solo tuviera la necesaria fuerza, me daría a veces el lujo de someter con el pensamiento a la macera­ción de un dolor tan oprimente a cualquier espíritu renombrado, a cualquier viejo o joven escritor que produce y cuyo naciente pensamiento ya se erige en autoridad, para ver qué queda. No hay que apresurarse demasiado en juzgar a los hombres; hay que concederles crédito hasta lo absurdo, hasta la hez. Esas obras arriesgadas que suelen parecerle a usted cl fruto de un espíritu que no se encuentra todavía en posesión de sí mismo, y que acaso nunca lo estará, quién sabe qué cerebro ocultan, qué poder de vida, qué fiebre pensante, que sólo las circunstancias han re­ducido. He hablado bastante de mí y de mis obras futuras; no pido más que sentir mi cerebro.
 

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