quarta-feira, 10 de julho de 2013

ELIPSIS

 
 
Jacques Derrida

Traducción de Patricio Peñalver en DERRIDA, J., La escritura y la diferencia, Anthropos, Barcelona, 1989, pp. 402-409. Edición digital de Derrida en castellano.
 

a Gabriel Bounoure
Hemos discernido, aquí y allá, la escritura: una partición sin simetría dibujaba, por un lado, la clausura del libro, por otro, la abertura del texto. Por un lado la enciclopedia teológica y, según su modelo, el libro del hombre. Por el otro, un tejido de huellas que señalizan la desaparición de un Dios excedido o de un hombre borrado. La cuestión de la escritura sólo podía abrirse a libro cerrado. La gozosa errancia del graphein llegaba a ser, entonces, sin retorno. La abertura al texto era la aventura, el gasto sin reserva.
Y sin embargo, ¿acaso no sabíamos que la clausura del libro no era un límite entre otros? ¿Que es sólo en el libro, volviendo a él sin cesar, tomando de él todos nuestros recursos, como nos haría falta designar, indefinidamente, la escritura de ultra-libro?
Se da lugar entonces a que se piense el Retorno al libro.[i] Bajo ese título, Edmond Jabès nos dice en primer lugar qué es «abandonar el libro». Si la clausura no es el fin, por más que protestemos o desconstruyamos,
 
«Dios sucede a Dios y el Libro al Libro».
Pero en el movimiento de esta sucesión, la escritura vela, entre Dios y Dios, entre el Libro y el Libro. Y si aquel movimiento se produce a partir de esa vela y a partir de la ultra-clausura, el retorno al libro no nos encierra en éste. Es un momento de la errancia, repite la época del libro, su totalidad de suspensión entre dos escrituras, su retirada y lo que se reserva en ésta. Vuelve hacia
«Un libro que es el entredós del riesgo»...
«... Mi vida, a partir del libro, habrá sido, pues, una velada de escritura en el intervalo de los límites ...»
La repetición no reedita el libro, describe su origen a partir de una escritura que no le pertenece todavía o que ya no le pertenece que finge, al repetirlo, dejarse comprender en él. Lejos de dejarse oprimir o envolver en el volumen, esta repetición es la primera escritura. Escritura de origen, escritura que vuelve a trazar el origen, acosando los signos de su desaparición, escritura loca de origen:
«Escribir es tener la pasión del origen.»
Pero lo que la afecta de esa manera, se sabe ahora, no es el origen sino lo que está en su lugar; no es tampoco lo contrario del origen. No es la ausencia en el lugar de la presencia, sino una huella que reemplaza una presencia que no ha sido presente jamás, un origen por el que nada ha comenzado. Ahora bien, el libro ha vivido de ese engaño; de haber dado lugar a creer que la pasión, al estar originalmente apasionada por algo, al final podía quedar apaciguada mediante el retorno de eso. Engaño del origen, del final, de la línea, del bucle, del volumen, del centro.
Como en el primer Libro de las cuestiones, unos rabinos imaginarios se responden en el canto sobre el bucle
«La línea es el engaño»

Reb Séab
. . . . . .
«Una de mis grandes angustias, decía Reb Aghim, fue ver -y sin que yo pudiese detenerla- mi vida redondeándose hasta formar un bucle. »
Desde el momento en que el círculo da vueltas, que el volumen se enrolla sobre sí mismo, que el libro se repite, su identidad consigo acoge una imperceptible diferencia, que nos permite salir eficazmente, rigurosamente, es decir, discretamente, de la clausura. Al redoblar la clausura del libro, se la desdobla. Escapamos de ella entonces furtivamente, entre dos pasos por el mismo libro, por la misma línea, según el mismo bucle, «Velada de escritura en el intervalo de los límites». Esta salida fuera de lo idéntico en lo mismo se mantiene muy ligera, no pesa nada por sí misma, piensa y pesa el libro como tal. El retorno al libro es entonces el abandono del libro, se ha deslizado entre Dios y Dios, el Libro y el Libro, en el espacio neutro de la sucesión, en el suspenso del intervalo. El retorno entonces no vuelve a tomar posesión. No vuelve a apropiarse del origen. Éste no está ya en sí mismo. La escritura, pasión del origen: eso debe entenderse también por el lado del genitivo subjetivo. Es el origen mismo lo que está apasionado, pasivo y sobrepasado, por ser escrito. Lo cual quiere decir inscrito. La inscripción del origen es, sin duda, su ser-escrito, pero es también su estar-inscrito en un sistema en el que es sólo un lugar y una función.
Entendiéndolo así, el retorno al libro es por esencia elíptico. Hay algo invisible que falta en la gramática de esta repetición. Como esa falta es invisible e indeterminable, como redobla y consagra perfectamente el libro, vuelve a pasar por todos los puntos de su circuito, nada se ha movido. Y sin embargo todo el sentido queda alterado por esa falta. Una vez repetida, la misma línea no es ya exactamente la misma, ni el bucle tiene ya exactamente el mismo centro, el origen ha actuado. Falta algo para que el círculo sea perfecto. Pero en la Elleipsis, por el simple redoblamiento del camino, la solicitación de la clausura, la rotura de la línea, el libro se ha dejado pensar como tal.
«Y Yukel dice:

El círculo ha sido reconocido. Romped la curva. El camino dobla el camino.
El libro consagra el libro.»
El retorno del libro anunciaría así la forma del eterno retorno. El retorno de lo mismo sólo se altera -pero lo hace absolutamente- por volver a lo mismo. La pura repetición, aunque no cambie ni una cosa ni un signo, contiene una potencia ilimitada de perversión y de subversión.
Esta repetición es escritura porque lo que desaparece en ella es la identidad consigo misma del origen, la presencia a sí de la palabra sedicente viva. Eso es el centro. El engaño del que ha vivido el primer libro, el libro mítico, el cuidado de toda repetición, es que el centro estuviese al abrigo del juego: irremplazable, sustraído a la metáfora y a la metonimia, especie de pronombre invariable que se pudiese invocar pero no repetir. El centro del primer libro no habría debido poder ser repetido en su propia representación. Desde el momento en que se presta una vez a una representación como esa -es decir, desde que se lo escribe-, cuando se puede leer un libro en el libro, un origen en el origen, un centro en el centro, eso es el abismo, el sin-fondo del redoblamiento infinito. Lo otro está en lo mismo,
«El En otro lugar, dentro...
. . . . .
El centro es el pozo...
. . . . .
"¿Dónde está el centro? aullaba Reb Madies. El agua repudiada le permite al halcón perseguir a su presa."

El centro es, quizás, el desplazamiento de la cuestión.
Ningún centro allí donde es imposible el círculo.
Ojalá pudiese mi muerte provenir de mí, decía Reb Bekri.
Yo sería, a la vez, la servidumbre del círculo y la cesura.»
Desde que surge un signo, comienza repitiéndose. Sin eso, no sería signo, no sería lo que es, es decir, esa no-identidad consigo que remite regularmente a lo mismo. Es decir a otro signo que, a su vez, nacerá al dividirse. El grafema, al repetirse de esta manera, no tiene, pues, ni lugar ni centro naturales. Pero ¿acaso se los perdió alguna vez? ¿Es su excentricidad un descentramiento? ¿No puede afirmarse la irreferencia al centro en lugar de llorar la ausencia del centro? ¿Por qué tendría uno que hacer su duelo del centro? ¿No es el centro, la ausencia de juego y de diferencia, otro nombre de la muerte? ¿La que tranquiliza, apacigua, pero desde su agujero, también angustia y pone en juego?
El paso por la excentricidad negativa es indudablemente necesario; pero es sólo liminar.
«El centro es el umbral.

Reb Naman decía: "Dios es el Centro; por eso, algunos espíritus fuertes han proclamado que Él no existía, pues si el centro de una manzana o de una estrella es el corazón del astro o del fruto, ¿cuál es el verdadero medio del vergel y de la noche?"
. . . . .
Y Yukel dice:
El centro es el fracaso...
¿Dónde está el centro?
-Bajo la ceniza.»
Reb Selak
. . . . .
«El centro es el duelo.»
Al igual que hay una teología negativa, hay una ateología negativa. Cómplice, sigue expresando la ausencia del centro cuando ya habría que reafirmar el juego. Pero ¿no es el deseo del centro, como función del juego mismo, lo indestructible? Y en la repetición o el retorno del juego, ¿cómo no iba a apelar a nosotros el fantasma del centro? Es aquí donde, entre la escritura como descentramiento y la escritura como afirmación del juego, la vacilación es infinita. Forma parte del juego, y liga éste a la muerte. Se produce en un «¿quién sabe?» sin sujeto y sin saber.
«El último obstáculo, el último hito, es, ¿quién sabe?, el centro.
Entonces, todo llegará a nosotros desde el fondo de la noche, de la infancia.»
Si el centro es realmente «el desplazamiento de la cuestión», es porque siempre se le ha dado un sobrenombre al innombrable pozo sin fondo del que él mismo era el signo; signo del agujero que el libro ha pretendido colmar. El centro era el nombre de un agujero; y el nombre del hombre, como el de Dios, expresa la fuerza de lo que se ha erigido para realizar ahí obra en forma de libro. El volumen, el rollo de pergamino, tenían que introducirse en el agujero peligroso, penetrar furtivamente en la vivienda amenazadora, mediante un movimiento animal, vivo, silencioso, liso, brillante, deslizante, a la manera de una serpiente o de un pez. Así es el deseo inquieto del libro. Igualmente, tenaz y parasitario, amando y aspirando por mil bocas que dejan mil marcas en nuestra piel, monstruo marino, pólipo.
«Es ridícula esa posición boca abajo. Reptas. Horadas el muro en su base. Esperas escaparte, como una rata. Semejante a la sombra, por la mañana, en el camino.

¿Y esa voluntad de permanecer de pie, a pesar de la fatiga y el hambre?
Un agujero, no era más que un agujero,
la ocasión del libro.
(Tu obra: ¿un agujero-pulpo?
El pulpo fue colgado del techo y sus tentáculos se pusieron a lanzar destellos.)
No era más que un agujero
en el muro,
tan estrecho que jamás has
podido introducirte en él para huir.
Desconfiad de las moradas. No siempre son hospitalarias.»
Extraña serenidad la de un retorno así. Desesperada por la repetición y gozosa sin embargo de afirmar el abismo, de habitar el laberinto poéticamente, de escribir el agujero, «la ocasión del libro» en el que no puede uno sino hundirse, que hay que guardar destruyéndolo. Afirmación danzante y cruel de una economía desesperada. La morada es inhospitalaria por seducir, corno el libro, en un laberinto. El laberinto es aquí un enigma: se hunde uno en la horizontalidad de una pura superficie, que se representa a sí misma de rodeo en rodeo.
«El libro es el laberinto. Cuando crees que estás saliendo de él, te estás hundiendo ahí. No tienes ninguna ocasión de salvarte. Te hace falta destruir el artefacto. No puedes resolverte a eso. Advierto el lento pero seguro ascenso de tu angustia. Muro tras muro. ¿Quién te espera al final? -Nadie... Tu nombre se ha replegado sobre sí mismo, como la mano sobre el arma blanca.»
Así pues, El libro de las cuestiones culmina en la serenidad de este tercer volumen. Del modo que tenía que hacerlo, manteniéndose abierto, expresando la no-clausura, a la vez infinitamente abierta y reflejándose infinitamente sobre sí mismo, «un ojo en el ojo», comentario que acompaña hasta el infinito el «libro del libro excluido y reclamado», libro encentado sin cesar y recuperado desde un lugar que no está ni dentro del libro ni fuera del libro, expresándose como la abertura misma que es reflejo sin salida, remitir, retorno y rodeo del laberinto. Este es un camino que encierra en sí las salidas fuera de sí, que comprende sus propias salidas, que abre él mismo sus puertas, es decir, que, abriéndolas sobre sí mismo, se cierra pensando su propia abertura.
Esta contradicción se piensa como tal en el tercer libro de las cuestiones. Por eso la triplicidad es su cifra y la clave de su serenidad. También de su descomposición: El tercer libro dice,
«Soy el primer libro en el segundo»

. . . . .
«Y Yukel dice:

Tres cuestiones han
seducido al libro
y tres cuestiones
lo acabarán.
Lo que acaba
comienza tres veces.
El libro es tres.
El mundo es tres.
Y Dios, para el hombre,
las tres respuestas.»
Tres: no porque el equívoco, la duplicidad del todo y nada, de la presencia ausente, del sol negro, del bucle abierto, del centro sustraído, del retorno elíptico, quedase al final resumido en alguna dialéctica, apaciguada en algún término reconciliador. El «paso» y el «pacto» del que habla Yukel en Medianoche o la tercera cuestión son otro nombre de la muerte afirmada a partir de El alba o la primera cuestión y Mediodía o la segunda cuestión.

Y Yukel dice:
«El libro me ha llevado, del alba al crepúsculo,
de la muerte a la muerte, con tu sombra, Sarah,
en el número, Yukel,
al cabo de mis cuestiones,
al pie de las tres cuestiones...»
La muerte está al alba porque todo ha comenzado por la repetición. Desde el momento en que el centro o el origen han comenzado repitiéndose, redoblándose, el doble no se añadía simplemente a lo simple. Lo dividía y lo suplía. Inmediatamente había un doble origen más su repetición. Tres es la primera cifra de la repetición. También la última, pues el abismo de la representación se mantiene siempre dominado por su ritmo, hasta el infinito. El infinito no es, indudablemente, ni uno, ni nulo, ni innombrable. Es de esencia ternaria. El dos, como el segundo Libro de las cuestiones (El libro de Yukel), como Yukel, sigue siendo la juntura indispensable e inútil del libro, el mediador sacrificado sin el que la triplicidad no existiría, sin el que el sentido no sería lo que es, es decir, diferente de sí: en juego. La juntura es la rotura. Se podría decir del segundo libro lo que se dice de Yukel en la segunda parte del Retorno al libro:
«Fue la liana y la nervadura en el libro, antes de ser echado de él.»
Si nada ha precedido la repetición, si ningún presente ha vigilado la huella, si, de una cierta manera, es el «vacío lo que se ahonda y se marca con señales»,[ii] en ese caso el tiempo de la escritura no sigue la línea de los presentes modificados. El porvenir no es un presente futuro, ayer no es un presente pasado. El más allá de la clausura del libro no cabe ni alcanzarlo ni reencontrarlo. Está ahí, pero más allá, en la repetición pero sustrayéndose a ella. Está ahí como la sombra del libro, el tercero entre las dos manos que sostienen el libro, la diferancia en el ahora de la escritura, la separación entre el libro y el libro, esa otra mano...
 
Abriendo la tercera parte del tercer Libro de las cuestiones, el canto sobre la separación y el acento: se empieza de esta manera:
«"Mañana (Demain) es la sombra y la reflexibilidad de nuestras manos (de nos mains)."
Reb Dérissa.»

 
[i] Así se titula el tercer volumen del Libro de las cuestiones (1965). El segundo volumen, El libro de Yukel, apareció en 1964. Cf. supra, «Edmond Jabés y la cuestión del libro».
[ii] Jean Catesson, «Journal non intime et points cardinals» en Mesures, n.° 4, oct. 1937.

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