domingo, 7 de julho de 2013

''Sirva como ejemplo para nuestra reflexión un puente''

http://www.heideggeriana.com.ar/textos/construir_habitar_pensar.htm
¿En qué medida pertenece el habitar al construir?
La contestación a esta pregunta dilucida lo que es propiamente el construir pensado desde la esencia del habitar. Nos limitamos al construir en el sentido de edificar cosas y preguntamos: ¿qué es una cosa construida? Sirva como ejemplo para nuestra reflexión un puente.
El puente se tiende «ligero y fuerte» por encima de la corriente. No junta sólo dos orillas ya existentes. Es pasando por el puente como aparecen las orillas en tanto que orillas. El puente es propiamente lo que deja que una yazga frente a la otra. Es por el puente por el que el otro lado se opone al primero. Las orillas tampoco discurren a lo largo de la corriente como franjas fronterizas indiferentes de la tierra firme. El puente, con las orillas, lleva a la corriente las dos extensiones de paisaje que se encuentran detrás de estas orillas. Lleva la corriente, las orillas y la tierra a una vecindad recíproca. El puente coliga la tierra como paisaje en torno a la corriente. De este modo conduce a ésta por las vegas. Los pilares del puente, que descansan en el lecho del río, aguantan el impulso de los arcos que dejan seguir su camino a las aguas de la corriente. Tanto si las aguas avanzan tranquilas y alegres, como si las lluvias del cielo, en las tormentas, o en el deshielo, se precipitan en olas furiosas contra los arcos, el puente está preparado para los tiempos del cielo y la esencia tornadiza de éstos. Incluso allí donde el puente cubre el río, él mantiene la corriente dirigida al cielo, recibiéndola por unos momentos en el vano de sus arcos y soltándola de nuevo.
El puente deja a la corriente su curso y al mismo tiempo garantiza a los mortales su camino, para que vayan de un país a otro, a pie, en tren o en coche. Los puentes conducen de distintas maneras. El puente de la ciudad lleva del recinto del castillo a la plaza de la catedral; el puente de la cabeza de distrito, atravesando el río, lleva a los coches y las caballerías enganchadas a ellos a los pueblos de los alrededores. El viejo puente de piedra que, sin casi hacerse notar, cruza el pequeño riachuelo es el camino por el que pasa el carro de la cosecha, desde los campos al pueblo; lleva a la carreta de madera desde el sendero a la carretera. El puente que atraviesa la autopista está conectado a la red de líneas de larga distancia, una red establecida según cálculos y que debe lograr la mayor velocidad posible. Siempre, y cada vez de un modo distinto, el puente acompaña de un lado para otro los caminos vacilantes y apresurados de los hombres, para que lleguen a las otras orillas y finalmente, como mortales, lleguen al otro lado. El puente, en arcos pequeños o grandes, atraviesa río y barranco -tanto si los mortales prestan atención a lo superador del camino por él abierto como si se olvidan de él- para que, siempre ya de camino al último puente, en el fondo aspiren a superar lo que les es habitual y aciago, y de este modo se pongan ante la salvación de lo divino. El puente reúne, como el paso que se lanza al otro lado, llevando ante los divinos. Tanto si la presencia de éstos está considerada de propio y agradecido de un modo visible, en la figura del santo del puente, como si queda ignorada o incluso arrumbada.
El puente coliga según su manera cabe sí tierra y cielo, los divinos y los mortales.
Según una vieja palabra de nuestra lengua, a la coligación se la llama «thing». El puente es una cosa y lo es en tanto que la coligación de la Cuaternidad que hemos caracterizado antes. Se piensa, ciertamente, que el puente, ante todo y en su ser propio, es sin más un puente. Y que luego, de un modo ocasional, podrá expresar además distintas cosas. Como tal expresión, se dice, se convierte en símbolo, en ejemplo de todo lo que antes se ha nombrado. Pero el puente, si es un auténtico puente, no es nunca primero puente sin más y luego un símbolo. Y del mismo modo tampoco es de antemano sólo un símbolo en el sentido de que exprese algo que, tomado de un modo estricto, no pertenece a él. Si tomamos el puente en sentido estricto, aquél no se muestra nunca como expresión. El puente es una cosa y sólo esto. ¿Sólo? En tanto que esta cosa, coliga la Cuaternidad.
Nuestro pensar está habituado desde hace mucho tiempo a estimar la esencia de la cosa de un modo demasiado pobre. En el curso del pensar occidental esto tuvo como consecuencia que a la cosa se la representara como un ignotum X afectado por propiedades percibibles. Visto desde esta perspectiva, todo aquello que pertenece ya a la esencia coligante de esta cosa nos parece, ciertamente, como un aditamento introducido posteriormente por la interpretación. Sin embargo, el puente no sería nunca un puente sin más si no fuera una cosa.
El puente es, ciertamente, una cosa de un tipo propio, porque coliga la Cuaternidad de tal modo que otorga (hace sitio a) una plaza. Pero sólo aquello que en sí mismo es un lugar puede abrir un espacio a una plaza. El lugar no está presente ya antes del puente. Es cierto que antes de que esté puesto el puente, a lo largo de la corriente hay muchos sitios que pueden ser ocupados por algo. De entre ellos uno se da como un lugar, y esto ocurre por el puente. De este modo, pues, no es el puente el que primero viene a estar en un lugar, sino que por el puente mismo, y sólo por él, surge un lugar. El puente es una cosa, coliga la Cuaternidad, pero coliga en el modo del otorgar (hacer sitio a) a la Cuaternidad una plaza. Desde esta plaza se determinan plazas de pueblos y caminos por los que a un espacio se le hace espacio.
Las cosas que son lugares de este modo, y sólo ellas, otorgan cada vez espacios. Lo que esta palabra «Raum» (espacio) nombra lo dice su viejo significado: raum, rum quiere decir lugar franqueado para población y campamento.
Un espacio es algo aviado (espaciado), algo a lo que se le ha franqueado espacio, o sea dentro de una frontera, en griego p¡raw.
La frontera no es aquello en lo que termina algo, sino, como sabían ya los griegos, aquello a partir de donde algo comienza a ser lo que es (comienza su esencia). Para esto está el concepto: õrismñw, es decir, frontera. Espacio es esencialmente lo aviado (aquello a lo que se ha hecho espacio), lo que se ha dejado entrar en sus fronteras. Lo espaciado es cada vez otorgado. y de este modo ensamblado es decir, coligado por medio de un lugar, es decir, por una cosa del tipo del puente. De ahí que los espacios reciban su esencia desde lugares y no desde «el» espacio.
A las cosas que, como lugares, otorgan plaza las llamaremos ahora, anticipando lo que diremos luego, construcciones. Se llaman así porque están pro-ducidas por el construir que erige. Pero qué tipo de producir tiene que ser este construir es algo que experienciaremos sólo si primero consideramos la esencia de aquellas cosas que, desde sí mismas, exigen para su producción el construir como pro-ducir. Estas cosas son lugares que otorgan plaza a la Cuaternidad, una plaza que avía siempre un espacio. En la esencia de estas cosas como lugares está el respecto de lugar y espacio, pero está también la referencia del espacio al hombre que reside cabe el lugar. Por esto vamos a intentar ahora aclarar la esencia de estas cosas que lamamos construcciones considerando brevemente lo que Sigue.
Primero: ¿en qué referencia están lugar y espacio?, y luego: ¿cuál es la relación entre hombre y espacio?
El puente es un lugar. Como tal cosa otorga un espacio en el que están admitidos tierra v cielo, los divinos y los mortales. El espacio otorgado por el puente (al que el puente ha hecho sitio) contiene distintas plazas, más cercanas o más lejanas al puente. Pero estas plazas se dejan estimar ahora corno meros sitios entre los cuales hay una distancia medible, una distancia, en griego st‹dion, es siempre algo a lo que se ha aviado (se ha hecho espacio), y esto por meros emplazamientos. Aquello que los sitios han aviado es un espacio de un determinado tipo. Es, en tanto que distancia, lo que la misma palabra stadion nos dice en latín: un «spatium», un espacio intermedio. De este modo, cercanía y lejanía entre hombres y cosas pueden convertirse en meros alejamientos, en distancias del espacio intermedio. En un espacio que está representado sólo como spatium el puente aparece ahora como un mero algo que está en un emplazamiento, el cual siempre puede estar ocupado por algo distinto o reemplazado por una marca. No sólo eso, desde el espacio como espacio intermedio se pueden sacar las simples extensiones según altura, anchura y profundidad. Esto, abstraído así, en latín abstractum, lo representamos como la pura posibilidad de las tres dimensiones. Pero lo que esta pluralidad avía no se determina ya por distancias, no es ya ningún spatium, sino sólo extensio, extensión. El espacio como extensio puede ser objeto de otra abstracción, a saber, puede ser abstraído a relaciones analítico-algebraicas. Lo que éstas avían es la posibilidad de la construcción puramente matemática de pluralidades con todas las dimensiones que se quieran. A esto que las matemáticas han aviado podemos llamarlo «el» espacio. Pero «el» espacio en este sentido no contiene espacios ni plazas. En él no encontraremos nunca lugares, es decir, cosas del tipo de un puente. Ocurre más bien lo contrario: en los espacios que han sido aviados por los lugares está siempre el espacio como espacio intermedio, y en éste, a su vez, el espacio como pura extensión. Spatium y extensio dan siempre la posibilidad de espaciar cosas y de medir (de un cabo al otro) estas cosas según distancias, según trechos, según direcciones, y de calcular estas medidas. Sin embargo, en ningún caso estos números-medida y sus dimensiones, por el solo hecho de que se puedan aplicar de un modo general a todo lo extenso, son ya el fundamento de la esencia de los espacios y lugares que son medibles con la ayuda de las Matemáticas. Hasta qué punto la Física moderna ha sido obligada por la cosa misma a representar el medio espacial del espacio cósmico como unidad de campo que está determinada por el cuerpo como centro dinámico, es algo que no puede ser dilucidado aquí.
Los espacios que nosotros estamos atravesando todos los días están aviados por los lugares; la esencia de éstos tiene su fundamento en cosas del tipo de las construcciones. Si prestamos atención a estas referencias entre lugares y espacios, entre espacios y espacio, obtendremos un punto de apoyo para considerar la relación entre hombre y espacio.
Cuando se habla de hombre y espacio, oímos esto como si el hombre estuviera en un lado y el espacio en otro. Pero el espacio no es un enfrente del hombre, no es ni un objeto exterior ni una vivencia interior. No hay los hombres y además espacio; porque cuando digo «un hombre» y pienso con esta palabra en aquel que es al modo humano, es decir, que habita, entonces con la palabra «un hombre» estoy nombrando ya la residencia en la Cuaternidad, cabe las cosas. Incluso cuando nos las habemos con cosas que no están en la cercanía que puede alcanzar la mano, residimos cabe estas cosas mismas. No representamos las cosas lejanas meramente -como se enseña- en nuestro interior, de tal modo que, como sustitución de estas cosas lejanas, en nuestro interior y en la cabeza, sólo pasen representaciones de ellas. Si ahora nosotros -todos nosotros-, desde aquí pensamos el viejo puente de Heidelberg, el dirigir nuestro pensamiento a aquel lugar no es ninguna mera vivencia que se dé en las personas presentes aquí; lo que ocurre más bien es que a la esencia de nuestro pensar en el mencionado puente pertenece el hecho de que este pensar aguante en sí la lejanía con respecto a este lugar. Desde aquí estamos cabe aquel puente de allí, y no, como si dijéramos, cabe un contenido de representación que se encuentra en nuestra conciencia. Incluso puede que desde aquí estemos más cerca de aquel puente y de aquello que él avía que aquellos que lo usan todos los días como algo indiferente para pasar el río. Los espacios y con ellos «el» espacio están ya siempre aviados a la residencia de los mortales. Los espacios se abren por el hecho de que se los deja entrar en el habitar de los hombres. Los mortales son; esto quiere decir: habitando aguantan espacios sobre el fundamento de su residencia cabe cosas y lugares. Y sólo porque los mortales, conforme a su esencia, aguantan espacios, pueden atravesar espacios. Sin embargo, al andar no abandonamos aquel estar (del aguantar). Más bien estamos yendo por espacios de un modo tal que, al hacerlo, ya los aguantamos residiendo siempre cabe lugares y cosas cercanas y lejanas. Cuando me dirijo a la salida de la sala, estoy ya en esta salida, y no podría ir allí si yo no fuera de tal forma que ya estuviera allí. Yo nunca estoy solamente aquí como este cuerpo encapsulado, sino que estoy allí, es decir, aguantando ya el espacio, y sólo así puedo atravesarlo.
Incluso cuando los mortales «entran en sí mismos» no abandonan la pertenencia a la Cuaternidad. Cuando nosotros -como se dice- meditamos sobre nosotros mismos, vamos hacia nosotros volviendo de las cosas, sin abandonar la residencia cabe las cosas. Incluso la pérdida de respecto con las cosas que aparecen en estados depresivos, no sería posible en absoluto si este estado no siguiera siendo lo que él es como estado humano, es decir, una residencia cabe las cosas. Sólo si esta residencia ya determina al ser del hombre, pueden las cosas, junto a las cuales estamos, llegar a no decirnos nada, a no importarnos ya nada.
El respecto del hombre con los lugares y, a través de los lugares, con espacios descansa en el habitar. El modo de habérselas de hombre y espacio no es otra cosa que el habitar pensado de un modo esencial.
Cuando reflexionamos, del modo como hemos intentado hacerlo, sobre la relación entre lugar y espacio, pero también sobre el modo de habérselas de hombre y espacio, se hace una luz sobre la esencia de las cosas que son lugares y que nosotros llamamos construcciones.
El puente es una cosa de este tipo. El lugar deja entrar la simplicidad de tierra y cielo, de divinos y de mortales a una plaza, instalando la plaza en espacios. El lugar avía la Cuaternidad en un doble sentido. El lugar admite a la Cuaternidad e instala a la Cuaternidad. Ambos, es decir, aviar como admitir y aviar como instalar se pertenecen el uno al otro. Como tal doble aviar, el lugar es un cobijo de la Cuaternidad o, como dice la misma palabra, un Huis, una casa. Las cosas del tipo de estos lugares dan casa a la residencia del hombre. Las cosas de este tipo son viviendas, pero no moradas en el sentido estricto.
El producir de tales cosas es el construir. Su esencia descansa en que esto corresponde al tipo de estas cosas. Son lugares que otorgan espacios. Por esto, el construir, porque instala lugares, es un instituir y ensamblar de espacios. Como el construir pro-duce lugares, con la inserción de sus espacios, el espacio como spatium y como extensio llega necesariamente también al ensamblaje cósico de las construcciones. Ahora bien, el construir no configura nunca «el» espacio. Ni de un modo inmediato ni de un modo mediato. Sin embargo, el construir, al pro-ducir las cosas como lugares, está más cerca de la esencia de los espacios y del provenir esencial «del» espacio que toda la Geometría y las Matemáticas. Este construir erige lugares que avían una plaza a la Cuaternidad. De la simplicidad en la que tierra y cielo, los divinos y los mortales se pertenecen mutuamente, recibe el construir la indicación para su erigir lugares.
Desde la Cuaternidad, el construir toma sobre sí las medidas para toda medición transversal de los espacios y para todo tomar la medida de los espacios que están cada vez aviados por los lugares instituidos. Las construcciones mantienen (en verdad) a la Cuaternidad. Son cosas que, a su modo, cuidan (miran por) la Cuaternidad. Cuidar la Cuaternidad, salvar la tierra, recibir el cielo, estar a la espera de los divinos, guiar a los mortales, este cuádruple cuidar es la esencia simple del habitar. De este modo, las auténticas construcciones marcan el habitar llevándolo a su esencia y dan casa a esta esencia.
Este construir que acabamos de caracterizar es un dejar habitar distinto de los demás. Si es esto de hecho, entonces el construir ha correspondido ya a la exhortación de la Cuaternidad. Sobre esta correspondencia permanece fundado todo planificar que, por su parte, abre a los proyectos las zonas adecuadas para sus líneas directrices.
Así que intentamos pensar desde el dejar habitar la esencia del construir que erige, experienciamos de un modo más claro dónde descansa aquel pro-ducir como una actividad cuyos rendimientos tienen como consecuencia un resultado, la construcción terminada. Se puede representar el pro-ducir así: uno aprehende algo correcto y, no obstante, no acierta nunca con su esencia, que es un traer que pone delante. En efecto, el construir trae la Cuaternidad llevándola a una cosa, el puente, y pone la cosa delante como un lugar llevándolo a lo ya presente, que ahora, y no antes, está aviado por este lugar.
Pro-ducir (hervorbringen) se dice en griego tÛktv. A la raíz tec de este verbo pertenece la palabra t¡xnh, técnica. Esto para los griegos no significa ni arte ni oficio manual sino: dejar que algo, como esto o aquello, de este modo o de este otro, aparezca en lo presente. Los griegos piensan la t¡xnh, el pro-ducir, desde el dejar aparecer. La t¡xnh que hay que pensar así se oculta desde hace mucho tiempo en lo tectónico de la arquitectura. Últimamente se oculta aún, y de un modo más decisivo, en lo tectónico de la técnica de los motores. Pero la esencia del pro-ducir que construye no se puede pensar de un modo suficiente a partir del arte de construir ni de la ingeniería ni de una mera copulación de ambas. El pro-ducir que construye tampoco estaría determinado de un modo adecuado si quisiéramos pensarlo en el sentido de la t¡xnh griega originaria sólo como un dejar aparecer que trae algo pro-ducido como algo presente en lo ya presente.
La esencia del construir es el dejar habitar. La cumplimentacicín de la esencia del construir es el erigir lugares por medio del ensamblamiento de sus espacios. Sólo si somos capaces de habitar podemos construir. Pensemos por un momento en una casa de campo de la Selva Negra que un habitar todavía rural construyó hace siglos. Aquí la asiduidad de la capacidad de dejar que tierra y cielo, divinos y mortales entren simplemente en las cosas ha erigido la casa. Ha emplazado la casa en la ladera de la montaña que está a resguardo del viento, entre las praderas, en la cercanía de la fuente. Le ha dejado el tejado de tejas de gran alero, que, con la inclinación adecuada, sostiene el peso de la nieve y, llegando hasta muy abajo, protege las habitaciones contra las tormentas de las largas noches de invierno. No ha olvidado el rincón para la imagen de nuestro Señor, detrás de la mesa comunitaria; ha aviado en la habitación los lugares sagrados para el nacimiento y «el árbol de la muerte», que así es como se llama allí al ataúd; y así, bajo el tejado, a las distintas edades de la vida les ha marcado de antemano la impronta de su paso por el tiempo. Un oficio, que ha surgido él mismo del habitar, que necesita además sus instrumentos y sus andamios como cosas, ha construido la casa de campo.
Sólo si somos capaces de habitar podemos construir. La indicación de la casa de campo de la Selva Negra no quiere decir en modo alguno que deberíamos, y podríamos, volver a la construcción de estas casas , sino que ésta, con un habitar que ha sido hace ver cómo este habitar fue capaz de construir.
Pero el habitar es el rasgo fundamental del ser según el cual son los mortales. Tal vez este intento de meditar en pos del habitar y el construir puede arrojar un poco más de luz sobre el hecho de que el construir pertenece al habitar y sobre todo sobre el modo como de él recibe su esencia. Se habría ganado bastante si habitar y construir entraran en lo que es digno de ser preguntado y de este modo quedaran como algo que es digno de ser pensado.
Sin embargo, el hecho de que el pensar mismo, en el mismo sentido que el construir, pero de otra manera, pertenezca al habitar es algo de lo que el camino del pensar intentado aquí puede dar testimonio.
Construir y pensar son siempre, cada uno a su manera, ineludibles para el habitar. Pero al mismo tiempo serán insuficientes para el habitar mientras cada uno lleve lo Suyo por separado en lugar de escucharse el uno al otro. Serán capaces de esto si ambos, construir y pensar, pertenecen al habitar, permanecen en sus propios límites y saben que tanto el uno como el otro vienen del taller de una larga experiencia y de un incesante ejercicio.
Intentamos meditar en pos de la esencia del habitar. El siguiente paso sería la pregunta: ¿qué pasa con el habitar en ese tiempo nuestro que da que pensar? Se habla por todas partes, y con razón, de la penuria de viviendas. No sólo se habla, se ponen los medios para remediarla. Se intenta evitar esta penuria haciendo viviendas, fomentando la construcción de viviendas, planificando toda la industria y el negocio de la construcción. Por muy dura y amarga, por muy embarazosa y amenazadora que sea la carestía de viviendas, la auténtica penuria del habitar no consiste en primer lugar en la falta de viviendas. La auténtica penuria de viviendas es más antigua aún que las guerras mundiales y las destrucciones, más antigua aún que el ascenso demográfico sobre la tierra y que la situación de los obreros de la industria. La auténtica penuria del habitar descansa en el hecho de que los mortales primero tienen que volver a buscar la esencia del habitar, de que tienen que aprender primero a habitar. ¿Qué pasaría si la falta de suelo natal del hombre consistiera en que el hombre no considera aún la propia penuria del morar como la penuria? Sin embargo, así que el hombre considera la falta de suelo natal, ya no hay más miseria. Aquélla es, pensándolo bien y teniéndolo bien en cuenta, la única exhortación que llama a los mortales al habitar.
Pero ¿de qué otro modo pueden los mortales corresponder a esta exhortación si no es intentando por su parte, desde ellos mismos, llevar el habitar a la plenitud de su esencia? Llevarán a cabo esto cuando construyan desde el habitar y piensen para el habitar
 
Martin Heidegger
 

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